Señor Alcalde, dignísimas autoridades y respetables miembros de la corporación municipal, queridos vecinos y amigos de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, señoras y señores, buenas noches.
“Rector, te voy a hacer un encargo que te dará trabajo”, estas fueron las palabras con las que por teléfono, me anunció el Alcalde de nuestra ciudad, Jerónimo Saavedra, político pero también profesor universitario, -pues así le conocí en La Laguna cuando y yo era estudiante y así lo seguía siendo cuando como Rector le entregué el reconocimiento de su jubilación como profesor de nuestra Universidad-, que aceptara pregonar la Fiestas Fundacionales del Real de Las Palmas.
Está claro que un palmense, nacido dentro de la portada, en la calle Travieso, no puede negarse a ello y menos si es el alcalde en persona quien se lo pide.
Se puede hablar de la ciudad y pregonar su Fiesta Fundacional desde muchas perspectivas: históricas, literarias, urbanísticas, …, pero he preferido que sean fundamentalmente íntimas, las de un ciudadano normal, que ha nacido en esta ciudad y que quiere compartir con sus conciudadanos sus vivencias, sus alegrías, sus tristezas, en definitiva, su amor por su ciudad.
Confieso que mis primeros pensamientos fueron para la casa de mis abuelos Ramón y Elvira en la calle Travieso, casi enfrente del colegio Lope de Vega y al lado de los Muebles Parres. Recuerdo perfectamente el largo zaguán que terminaba en una cancela de hierro forjado, en la que mis hermanos y yo nos columpiábamos, haciendo sonar el timbre cada vez que llegábamos al tope, para desesperación de nuestra abuela.
Recuerdo el patio interior con sus muebles de mimbre y los helechos que colgaban prendidos de las vigas del cierre de cristal que techaba el patio.
Recuerdo el grifo del que se tomaba el agua para la limpieza y para el riego de las plantas del patio, brillante tal que si fuera de los chorros del oro gracias a la cuidadosa limpieza a la que lo sometían mis tías aplicando un líquido que creo recordar se llamaba Mangrina.
Recuerdo, porque lo que viene a mi mente es la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria de hace algo más de cincuenta años, que la vida era sencilla, que la gente padecía necesidades, pero que ya veían un cierto futuro en el que podían aspirar a que sus hijos no tuvieran que abandonar el colegio al tiempo que se abrían posibilidades de prosperar después de largos años amargos.
Los recuerdos no son espejos objetivos de la realidad, sino más bien sombras afectivas alimentadas por la emoción y coloreadas por el cariño a las personas y a las cosas con las que hemos compartido una fracción de nuestro tiempo.
Hablar de Las Palmas de Gran Canaria, es hablar de “mi Las Palmas”, de la ciudad, de sus costumbres, de sus rincones, de sus personajes.
“Mi Las Palmas” era ciudad de barrios bien definidos por las dificultades de transporte, donde se formaban verdaderos grupos ciudadanos con sus características propias que generaban una suerte de diversidad local en la que nos reconocíamos.
Mis recuerdos de Las Palmas de Gran Canaria están ligados sobre todo, a la calle de Triana y a la Marina y a su transformación en la Ciudad del Mar.
La calle de Triana era por entonces el punto de encuentro comercial y ciudadano por excelencia. Era una calle abigarrada donde los peatones teníamos que circunscribirnos a las aceras obligados por el tráfico que en las dos direcciones se hacía cada día más denso. En ese tráfico debemos incluir las guaguas, cuyos humos y ruidos de motor y sobre todo de frenos, soportábamos diariamente. Calle de Triana en la que los domingos disfrutábamos del multitudinario paseo que la abarrotaba y donde las masas paseaban en un movimiento continuo desde el puente de Palo al parque de San Telmo por la acera de los impares y retorno por las otra acera; multitud que en esas horas competía por el espacio contra los coches cuyas bocinas de ronco sonido agitaban nuestros oídos reclamando su espacio. Recuerdo el cine Triana y los olores de su ajetreada cafetería.
Cómo no acordarme del puente de Palo, ubicado en el extremo sur de la calle de Triana constituyendo la arteria natural que, sobre la desembocadura del barranco Guiniguada unía el barrio de Triana con el de Vegueta, a la altura del mercado. Como humilde “ponte vecchio ” florentino, el Puente de Palo tenía una imagen particular que le conferían las edificaciones de curvos tejados que se levantaban sobre su lomo. Sobre él, y cerca del mercado se localizaba la tienda de Santiago Said, al otro extremo la del Bazar Deportivo y la tienda de D. José El Mir al naciente, el Bar Polo al poniente y en medio, los puestos de flores, desde donde se podía uno asomar a ver el barranco desde su mismo centro.
El puente de Palo junto con el Puente de Piedra (de Verdugo) eran verdaderos puentes sociales que permitían unir los dos barrios de la ciudad de manera natural. El caminar fluido por ambos puentes sin que la circulación rodada interfiriera, configuraba una forma natural de comunicación humana, donde la gente caminaba, paseaba, hablaba, comerciaba, sin la interferencia de la actual barrera de tráfico que, pasando por encima del barranco ha acrecentado la separación de los dos barrios.
El mar es el otro componente esencial en mis recuerdos, sobre todo cuando desde la calle Travieso nos mudamos a vivir al comienzo de la calle Triana. Como si fuera un fantasma, sigue en mi mente el recuerdo del muelle de Las Palmas, de la calle de su mismo nombre con la horchatería de Los Alicantinos y la estatua yacente de Don Benito roída por la marisma en el extremo del espigón.
Recuerdo los embates del mar sobre las rocas de la escollera. La contemplación del mar siempre me ha fascinado y diariamente lo busco siempre que he vivido en esta ciudad, ese mar por el que llegaron los viajeros, los conquistadores y los pobladores que han ido conformando la imagen abierta y amable aunque socarrona de los habitantes de esta ciudad. Españoles, flamencos, genoveses, portugueses, malteses e ingleses, buscaron aquí un lugar donde asentarse para vivir y trabajar, gente que hicieron parada de camino a América o a África del sur y que terminaron por echar sus raíces en esta tierra.
Las Palmas de Gran Canaria es por ello un crisol de razas y culturas, una sociedad abierta, portuaria y cosmopolita, maravillosamente mestiza, ciudad de emigrantes y de inmigrantes que mira hacia un horizonte sin fronteras para encontrar su futuro.
La transformación del frente marítimo de la ciudad con el desarrollo de lo que se denominó la Ciudad del Mar, supuso un cambio sustancial en la percepción y en la organización de la ciudad. Hoy no entenderíamos la ciudad sin este cambio que, en un principio, nos siguió manteniendo unidos al mar. Era fácil asomarse a la nueva perspectiva del mar vista desde la escollera que se conformaba, primero con grandes bloque de piedra basáltica y posteriormente con los actuales tetrápodos. Allí iba con mis hermanos a jugar y a coger cangrejos entre las rocas con un artilugio pesquero de notable eficacia. Hasta que se construyó la necesaria avenida marítima, imprescindible para cubrir las crecientes necesidades del tráfico rodado, pero que, lamentablemente, se alzó como invisible barrera entre la ciudad y el mar, alejándonos como ciudadanos del disfrute directo de la contemplación del mar.
Mis plazas fueron siempre dos, primero la Alameda de Colón, donde mi madre nos dejaba jugando bajo la vigilancia de mi abuelo Ramón. Plaza que mantiene la estructura básica que tenía en mis recuerdos infantiles, salvo por el linde de sus parterres que, recuerdo perfectamente, eran de piedra volcánica no pulida, de un color rojo oscuro que cuando tropezabas con ella dejaban tus canillas ensangrentadas. La otra es la Plazuela, o plaza de las ranas o de Hurtado de Mendoza, donde pasé, jugué y disfruté mis años de infancia y adolescencia. Casi no la reconozco, si no fuera por la presencia del edificio de la actual Biblioteca Municipal y por la recuperación de una fuente con ranas y la recuperación de sus verdes quioscos. Desde aquella plazuela de mis juegos, recuerdo ver cómo corría el agua por el barranco y como desembocaba más abajo, a la altura del Teatro y de la pescadería, en el mar.
Recuerdo cómo, con una forma de correr especial bajábamos los cuatro hermanos hacia Triana, consiguiendo sincronizar nuestros pasos con la cadencia especial de la rampa escalonada que tenía la calle Lentini en ese tramo.
Por allí pasaban personajes que formaron parte del paisaje ciudadano de la época, gente humilde y en algunos casos marginal, que eran aceptados e incluso queridos por los vecinos. Recuerdo a Andrés el Ratón, hombre a mi parecer muy grande, siempre con su andar rápido, con su chaqueta raída pero llena de medallas militares de extraña procedencia y sus pies desnudos, grandes, encallecidos. Con nosotros no hablaba, apenas en alguna ocasión nos hacía alguna demostración de sus habilidades con una colilla que pegada al labio inferior introducía y sacaba de su gran boca. Recuerdo más sus sonidos que sus palabras y como tendía a perderse calle abajo, tal vez hacia el Bar Polo.
El otro era Pepe el Cañadulce, hombre del barrio de San José que se bajaba hasta Vegueta y Triana embutido en su mono, acompañado de su tambor y seguido de grupo de chiquillos, anunciando a voz en grito la cercanía de algún evento popular.
Me gusta pensar que cuidar las tradiciones es una buena forma de amar el legado de los que nos antecedieron en esta tierra. Las fiestas fundacionales de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, es otro ejemplo del extraordinario poder de la mente humana y de su capacidad para integrar lo mejor que su conocimiento le aporta. El maravilloso sincretismo que podemos observar en cualquier lugar del mundo, que funde en nuevas expresiones las riquezas procedentes de los más variados orígenes, es la manifestación de las inmensas posibilidades del mestizaje de la especie humana. El fuego purificador de las ancestrales celebraciones equinocciales transmitidas hasta hoy en las más variadas formas y nombres, es una exclamación popular de deseo de quemarlo todo en el altar del futuro con la mirada renovada y esperanzadora de alcanzar un mañana mejor.
Por eso entiendo a Domingo José Navarro cuando en 1895 en sus “Recuerdos de un noventon” decía:
“Cuando avanzaba rápidamente la transformación
maravillosa de la ciudad de Las Palmas, convirtiéndose
en nueva y elegante población europea, la que
era en general mezquino hacinamiento de casas de
resabio morisco, comprendí que para conocer el mérito
del actual progreso, era necesario conservar la
memoria, aunque fuese leve e imperfecta, de lo
que fue nuestra antigua ciudad hasta bien entrado
este siglo y de la indolencia, hábitos y costumbres de
sus moradores, causa productora de aquel decaimiento”.
Efectivamente, reconocer nuestro pasado y amarlo, es indispensable para sentirse ciudadano del mundo. Nunca como ahora los seres humanos habíamos estado tan cerca los unos de los otros. Los avances en las tecnologías de la información y la comunicación están convirtiendo nuestro planeta en una verdadera “aldea global”, con todas sus ventajas e inconvenientes. Lo que hasta hace poco tiempo eran sociedades y culturas exóticas, lejanas o simplemente desconocidas, se están volviendo familiares rápidamente. Hoy, más que nunca, nuestro pequeño planeta azul se comporta como si de un ser vivo se tratara -algunos lo llaman Gaia- y como tal lo podemos observar. Por eso lo que ocurre en cualquier lugar de la Tierra, nos afecta a todos, ya se trate de asuntos financieros, de epidemias, de catástrofes naturales, o de cualquier otra cosa.
Paradójicamente, pienso que en este siglo XXI del que ya hemos consumido su primera década, la mejor manera de vivir en la globalidad es amando, cuidando y profundizando en nuestras tradiciones, no para recrearnos en su contemplación nihilista, sino antes al contrario para actuar positivamente, para que reconociendo nuestro pasado podamos enriquecer el acervo cultural de la humanidad. Al fin y al cabo, la humanidad es grande por la inmensa riqueza de sus culturas, soportadas en el cuidadoso respeto a su patrimonio natural que en su singularidad confecciona el extraordinario tapiz sinfónico de las culturas.
En esta tierra, cuna de mujeres y hombres notables pero también de gente humilde y sencilla, no puedo por menos que, amparándome en las tradiciones, dirigir la mirada hacia el futuro.
Estamos viviendo momentos muy difíciles, momentos en los que debemos tomar las decisiones que marcarán el futuro de nuestra tierra canaria. No sólo se trata de buscar fórmulas para superar la tremenda crisis financiera y económica que estamos padeciendo, sino de determinar qué camino hemos de seguir para ser verdaderamente autónomos y, en lo posible, libres.
¿Qué futuro tiene nuestra agricultura actual?, ¿qué futuro tiene nuestra ganadería?, ¿qué empresas, qué industrias, qué mercados tenemos y a qué futuro nos enfrentamos?; ¿deben nuestros jóvenes emigrar como lo hicieron nuestros abuelos?.
Por eso es útil revisar nuestro pasado próximo y ver como nuestra reciente etapa de bonanza económica sustentada sobre los monocultivos, la construcción, el negocio inmobiliario y el turismo, no fue convenientemente aprovechada para reformar profundamente nuestro tejido productivo agrícola, ganadero, empresarial e industrial. A diferencia de otros países y de otras regiones, la palabra reconversión ha sido demagógicamente eliminada de nuestro diccionario particular.
La consecuencia la estamos padeciendo: vivimos en un país sin fundamentos estructurales fuertes que permitan, a diferencia de lo que está ocurriendo en los países de nuestro entorno próximo, el resurgimiento sustentado en unas bases sólidas, industriales y empresariales; un país no dependiente de los subsidios, limosnas sobre las que no se puede articular un tejido productivo competente; en fin, un país emprendedor e innovador que genere ilusión en las jóvenes generaciones que aguardan nuestra respuesta.
Los grandes eventos que tendrán lugar en nuestra ciudad como el mundial de basket 2014, la aspiración a ser capital europea de la cultura en 2016 o la estrategia 2020, son hitos que deben hacernos pensar que el futuro de nuestra ciudad está en nuestras manos y que no debemos renunciar a ser coparticipes y corresponsables de ese futuro.
El mundo está cambiando. Se están publicando más de 3000 libros cada día y se estima que sólo el último año se ha generado más conocimiento que en las últimos 5000 años de nuestra historia.
En las Universidades estamos formando a las mujeres y hombres que han de cambiar nuestro futuro, los estamos formando para realizar trabajos que hoy no existen, en los que usarán tecnologías que aún no han sido desarrolladas, para resolver problemas que hoy no podemos ni imaginar que llegaremos a tener.
Por eso la Universidad que lleva el nombre de esta ciudad, orgullosa de reconocer el apoyo social que permitió su creación, no puede prescindir de sus raíces y debe tener su mirada claramente fijada en nuestro futuro colectivo. Veinte años de historia es muy poco para una universidad, pero creo que suficiente para reconocer la significativa aportación que está realizando para su desarrollo y su futuro. Por eso, también tiene que estar pendiente de lo que ocurre en todo el archipiélago, en España y en el mundo, especialmente en Iberoamérica y en el África subsahariana.
El encuentro entre universidades africanas y españolas tendrá lugar en nuestra universidad, en nuestra ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, el próximo mes de octubre, debería significar un punto de inflexión en nuestras relaciones con el continente africano, con sus pueblos y con nuestro futuro común.
Esa sociedad futura deberá estar sustentada en un modelo social y económico sostenible, respetuoso con el medio ambiente, respetuoso con las personas, pero también respetuoso con los otros pueblos y con las otras creencias, que aspire a que los seres humanos, independientemente de su lugar de nacimiento, del continente en el que viven y de las creencias que profesen, puedan disfrutar de la vieja aspiración revolucionaria de igualdad, fraternidad y legalidad.
Pero este modelo no existe aún, hay que desarrollarlo y para ello es imprescindible basarnos en el conocimiento científico fundamentado en la investigación, desarrollar ese conocimiento generando nuevos productos y ponerlos en valor en procesos de innovación, es decir tenemos que basar nuestro futuro en la I+D+i.
He ahí el papel que han de jugar nuestras universidades, he ahí la responsabilidad social que como universitarios tenemos que asumir en este momento de la historia y desde aquí invito a todos, particulares, empresas, industrias, todos, a que unamos nuestros esfuerzos para construir juntos nuestro futuro.
Me gustaría brindar con una copa del vino surgido de las vides criadas entre las cenizas de los volcanes y pisadas en los lagares del Monte, por nuestros jóvenes, para que encuentren en la tradición de la tierra que los vio nacer, la fuerza de la riqueza de la humanidad y sepan buscar el camino del futuro de nuestras islas. Y por todos los que nos encontramos congregados hoy aquí, para que sintamos la ilusión de saber que estamos contribuyendo a un mundo mejor.
Palmenses, Canariones todos, Majoreros, Conejeros, Palmeros, Gomeros, Herreños, y Tinerfeños, gente del mundo entero, sepan que el Sr. Alcalde de la Ciudad de Las Palmas de Gran Canaria y con él todos los palmenses me han encomendado el alto honor de anunciar que hoy comienzan los actos de celebración de las Fiestas Fundacionales de la Ciudad de Las Palmas de Gran Canaria hasta el día de San Juan, a la que estamos todos invitados a compartir generosamente con este pueblo de fuego, mar y culturas, la mejor y más querida expresión de su tradición.